domingo, 6 de febrero de 2011

Con las banderas de los países del planeta Tierra sucede algo bastante curioso. La bandera de los Estados Unidos tiene cincuenta estrellas; la de Unión Soviética una, igual que la de Israel; Birmania, catorce; Grenada y Venezuela, siete; China, cinco; Irak, tres; Sao Tomé e Príncipe, dos; las banderas del Japón, Uruguay, Malawi, Bangladesh y Taiwan, llevan el Sol; Brasil, una esfera celeste; Australia, Samoa Occidental, Nueva Zelanda y Papúa-Nueva Guinea llevan la constelación de la Cruz del Sur; Bhutan, la perla del dragón, símbolo de la Tierra; Camboya, el observatorio astronómico de Angkor Vat; India, Corea del Sur y la República Popular de Mongolia, símbolos cosmológicos. Muchas naciones socialistas lucen estrellas. Muchos países islámicos lucen lunas crecientes. Prácticamente la mitad de nuestras banderas nacionales llevan símbolos astronómicos. El fenómeno es transcultural, no sectario, mundial. Y no está tampoco restringido a nuestra época; los sellos cilíndricos sumerios del tercer milenio a. de C. y las banderas taoístas en la China prerrevolucionaria lucían constelaciones. No me extraña que las naciones deseen retener algo del poder y de la credibilidad de los cielos. Perseguimos una conexión con el Cosmos. Queremos incluirnos en la gran escala de las cosas. Y resulta que estamos realmente conectados: no en el aspecto personal, del modo poco imaginativo y a escala reducida que pretenden los astrólogos, sino con lazos más profundos que implican el origen de la materia, la habitabilidad de la Tierra, la evolución de la especie humana.

Carl en Cosmos

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